…eso es como Predator o Robocop, que las primeras partes son las mejores, pero las realmente interesantes son las segundas.

César Sánchez, la corchea disonante de los Pixies.

 

Sería difícil pensar que este comentario de César Sánchez, apreciación  emitida en una velada de evasión veraniega en el madrileño In Dreams Café, pudiera haber tenido semejante repercusión en este crítico que os habla. Pocas palabras bastaron para abrir una puerta al pasado, a ese pequeño Yago que veía la serie Robocop (1994) y jugaba con un muñeco del protagonista de dicha saga. Quizás fuera el momento, quizás fuera el estado mental alterado, quizás fuera una pieza más del personal viaje a través del cine comercial de los ochenta en el que un servidor se había embarcado a la sombra del flamígero estío capitalino.

Lo importante es que este crítico sintió la necesidad de hacerse con la saga del policía robótico, y así poder ver con nuevos ojos aquello que en su día se instaló en el subconsciente de este analista. Los lazos que compactan esta trilogía del ciberpunk son evidentes e inquebrantables, hasta el punto de que cuesta hablar de una de las tres entregas de manera aislada. Sin embargo, en este texto se le prestará mayor atención a la segunda, la que el propio César tuvo a bien definir como la más jugosa de analizar. Y, como esta sección va de recomendaciones/retos, poco tiene que opinar un servidor acerca de lo acertada o no que sea la decisión.

Si se atiende al uso de los recursos cinematográficos con los que narrar una historia, la mejor de las tres películas es la primera. No se debe olvidar que su autor es el grandísimo y casi siempre incomprendido Paul Verhoeven. El holandés llamó la atención a escala internacional con sus eróticas delicias –Delicias holandesas (1971), Delicias turcas (1973)–, para posteriormente desarrollar una carrera heterodoxa, marcada por una violencia cruda, una sexualidad turgente y un peculiar y negrísimo sentido del humor. Suyas son cumbres de la cinefilia de baja estofa como Desafío total (1990), Showgirls (1995), Starship Troopers (1997) o la citada Robocop (1987).

Una manera clasista de entender el buen y mal cine lo ha relegado a ser incomprendido, cuando no rechazado, por hacer un cine que no entra en los cánones estéticos y temáticos de la alta cultura. Con la obra fundacional del policía robótico, Verhoeven abrió la senda hacia una manera muy peculiar de aproximarse al género policiaco. En ella prescindió de esa vertiente sexual tan habitual en su cine y exploró los caminos de la violencia asociada al humor. Una reformulación del policiaco que se alejaba de uno de los hábitats naturales de este género, Los Ángeles, y se trasladaba a un futuro cercano para retratar una Detroit preapocalíptica. Una ciudad malsana y fascistoide que está en manos de una corporación empresarial (la OPC), en la que la única solución aparentemente válida es la de exterminar a quien no se inserte en esta supuesta sociedad idílica.

Verhoeven es un cineasta visual, que tiene muy claro qué quiere contar y cómo alcanzarlo a través de la composición de las imágenes. Es por ello que Robocop es una gran obra, y una película a reivindicar. Sin embargo, incluso aunque el responsable de esta sección tuviera la potestad de escoger la cinta sobre la que hablar, elegir esta sería demasiado evidente, demasiado cómodo. Una vez perdido el prejuicio, salta a la vista que uno se encuentra ante un auténtico despliegue cinematográfico con escasos puntos negros. Es preferible ir un paso más allá, darle una vuelta más a la tuerca y meterse en un berenjenal que pisar con gusto. Es decir, hablar de Robocop 2 (1990).

Esta secuela la dirigió Irvin Kershner, el responsable de El imperio contraataca (1980), la que para muchos es la mejor de la saga Star Wars. Esta segunda parte es un nexo de unión perfecto entre las ideas originales y la explotación posterior que de esta historia se hizo. La intención de continuar las ideas iniciales es clara, pero en ella todo tiende hacia un modelo más accesible, menos extremo en sus propuestas. Kershner supo mantener las ideas más valiosas del original, como lo son la comedia negra y la acción sanguinolenta, pero todo resulta más evidente, incluso forzado por momentos. El tono es similar, pero más controlado, lo que reduce la personalidad del proyecto y lo convierte en más grueso. Es, por tanto, una continuación honrosa, pero que no está a la altura en ningún momento. Por tanto, ¿por qué debe ser reivindicada? Precisamente, por esa capacidad de su responsable para crear un producto más comercial y llevarlo a buen puerto, por tener las manos atadas y no naufragar en la nadería.

La cinta arranca con un noticiario que despacha con sorna y en 30 segundos todas las noticias del día –magnífica idea de la primera parte, que condensaba en esta propuesta toda la mala baba del director holandés–. En él se presenta uno de los hallazgos de guion más reseñables del libreto que firmaron Frank Miller y Walon Green. Se trata de una droga que ha calado hondo en los suburbios más conflictivos de Detroit, en los que sirve como mecanismo de evasión ante la cruda realidad. Su creador es Cain, líder espiritual de este movimiento, la cultura Nuke, y a la postre el antagonista principal de la cinta, que no el verdadero malo de la película.

Si la primera parte dibujaba una Detroit a punto de caer en el apocalipsis, esta continuación muestra una sociedad que abraza tal cataclismo como única manera de salir adelante frente a un panorama de pobreza y opresión. Un escenario que se ve agravado por la huelga policial; este servicio no da abasto ante tal cantidad de actos delictivos, a lo que se le suma su carencia de medios económicos y personales para lidiar con la situación –una metáfora clarividente de cómo lo público se hace pasar por ineficiente al recortársele el presupuesto, panorama que allana el terreno hacia una privatización que, llegados a ese punto, pasa a verse con buenos ojos, como el paso imprescindible a dar–.

Hay, pues, mayor agitación en el ambiente. Todo ello se tamiza a través de un filtro que le da ligereza al relato, que no se regodea en lo que plantea o no se atreve a llevarlo hasta el final –qué interesante sería saber lo que Verhoeven hubiera hecho con semejante panorama–. Pero sería injusto no valorar el poso malsano que palpita en el interior de esta obra, que se convierte en lo más sugerente de la película. Sólo así es posible que la propuesta alcance la idea más loca de este film; a mitad de metraje, el citado Cain es captado por esta turbia corporación, que aspira a acceder al control total de la ciudad, y es convertido en otro cíborg –al igual que Robocop, se trata de un ser mitad robot, mitad humano, en el que la mente está controlada por la parte humana–. Este líder es consumidor de la droga que él mismo ha creado, por lo que, aun siendo cíborg, seguirá enganchado.

De esta manera, la cinta tiene la valentía de presentar a un casi-robot drogadicto, hallazgo tan descerebrado como afortunado. Este ser es dominado bajo la promesa de recibir cuantiosas dosis de dicho estupefaciente si coopera y cumple con su cometido, lo que desencadena el irremediable y tan deseado enfrentamiento de máquinas con consciencia humana, otra idea que merece un sonoro aplauso –planteamiento que, no obstante, es superado con creces en la tercera parte, en la que, ojito, se propone una batalla Robocop vs Roboninja–.

Caóticas ideas en un proyecto igual de desenfrenado. Se ha dicho que esta producción destaca por ser más comedida, y esto no es falso, pero, a la vez que los planteamientos han sido controlados para evitar extremismos, el desarrollo de los mismos destaca por descompensación. Hay más torpeza narrativa y cierta incapacidad para compaginar las diferentes subtramas. El aumento de las dosis de violencia tampoco ayuda –resulta llamativo lo contenida que es la película de Verhoeven a este respecto–. Una violencia que avasalla en cantidad pero reduce, que no pierde, su capacidad para impactar.

Todo en ella es emocionante, la estética ochentera sigue vigente en pleno 1990 y ese aroma a cutre no le puede sentar mejor a una producción caótica por naturaleza. Sus esfuerzos por controlar la situación caen en saco roto, pero no le impiden tener identidad propia, algo que tanto se echa en falta en la producción comercial actual, que vive tan preocupada por no cometer errores, que se convierte en efímero pasatiempo condenado al olvido. Sólo por esto ya vale la pena reivindicar una película como Robocop 2, o una saga como Robocop, que en su también reseñable tercera entrega conoce las vertientes más acertadas de la explotación sin tapujos.


robocop-2-critica


Fotografías: Página oficial de fans de Facebook de Robocop


 

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