Daniel Pérez Pamies


Durante diez días (del 25 de abril al 5 de mayo), el D’A Film Festival de Barcelona ha exhibido un catálogo con lo mejor del panorama cinematográfico contemporáneo. Si algo caracteriza al D’A es haberse consolidado, en cierta manera, como un festival de festivales: aquí viene lo mejor de la Berlinale, Cannes, Gijón, Locarno, Rotterdam, San Francisco, San Sebastián, Sevilla, Venecia…

Esta particularidad implica un arma de doble filo: por una parte, gran parte de las películas llegan desprovistas del morbo del descubrimiento (con independencia de su estreno en el territorio catalán); por la otra, evidentemente, tienen la ventaja de hacerlo ya con un aval. Los otros festivales —y sus respectivos galardones— se convierten así en una suerte de sellos de calidad para el D’A que ahora nos ocupa. El gran reto del festival barcelonés se convierte, por lo tanto, en concretar, concentrar y acercar indistintamente a público y prensa una selección de lo mejor de lo mejor dentro del circuito de festivales. Y un año más, lo ha vuelto a conseguir. Es por eso que preferiría articular la siguiente crónica a la manera de un mosaico: recogiendo las impresiones de aquellas películas que he podido ver durante las distintas jornadas, por orden de visionado, con la intención de que el lector pueda volver sobre ellas en cualquier momento de forma independiente.

Aunque es cierto que cada película ha supuesto una experiencia bien distinta, podríamos jugar a dibujar una constelación uniendo zonas comunes, ya sean formales o temáticas: el paso hacia la madurez de Ojos Negros (Marta Lallana e Ivet Castelo), Eighth Grade (Bo Burnham) o Jesus (Hiroshi Okuyama); las películas inscritas en el espacio entre dos viajes, como es el caso de Sueño Florianópolis (Ana Katz), The Mountain (Rick Alverson) o incluso His Master’s Voice (György Pálfi); las propuestas marcadas por la frontalidad y que están coloreadas en tonos grises, como Hotel by the River (Hong Sang-soo) o Season of the Devil (Lav Díaz); la presencia del propio director en Young & Beautiful (Marina Lameiro) o L’époque (Matthieu Bareyre), aboliendo las tesis de «la mosca de la pared» para convertirse en «el avispón que pica» reivindicado por Herzog; o la ausencia como marca estructural de Sophia Antipolis (Virgil Vernier), Happy New Year, Colin Burstead (Ben Wheatley) o Paul Sanchez est revenue! (Patricia Mazuy). Sin embargo, no es mi intención trabajar sobre estos vínculos, sino más bien dejar los cabos sueltos para que sea el lector quien, a partir de cada uno de los fragmentos, descubra y establezca las conexiones que considere oportunas. Quién sabe: quizá se activen nuevas asociaciones que permitan perfilar mejor las zonas comunes de eso que hemos venido a llamar «el cine de autor contemporáneo».

Sí hay, no obstante, una cuestión que me gustaría subrayar antes de abordar cada una de las obras por separado, y tiene que ver con una variable constante: el predominio del rostro. De forma recurrente, muchas de las películas de esta edición del D’A han hecho del primer plano su imagen inaugural o piedra angular. Your Face (Tsai Ming-liang) mantenía durante todo su metraje la misma propuesta formal consistente en filmar rostros, mientras que Happy New Year, Colin Burstead (Ben Wheatley) se construía como un frenético baile de primeros planos; The Mountain jugaba toda su intensidad dramática en las caras deformadas de sus protagonistas; Young & Beautiful y L’époque construían sus respectivos  «retratos generacionales», precisamente a partir de los retratos individuales de sus protagonistas, de la misma forma que Eighth Grade iba desvelando el rostro infantil de la generación Z escondido tras los píxeles de un zoom digital; Ojos Negros, de título polisémico, comenzaba con la triste mirada de su protagonista asistiendo a una discusión en fuera de campo; en Paul Sanchez est revenue! (Patrizia Mazuy) la hitchcockiana culpabilización de un presunto inocente se basaba en la ausencia de un retrato; Els dies que vindran (Carlos Marqués Marcet) empezaba y concluía su metraje con el primer plano de un recién nacido; y Ferdinand Marcos, el temible dictador filipino de Season of the devil (Lav Diaz) resultaba ser un demonio bifronte impermeable a las melodías del musical filipino.

Para el filósofo italiano Giorgio Agamben, el rostro se identifica con Lo abierto, un «lugar de la lucha por la verdad» del que el hombre busca apropiarse. Así lo expresaba en su obra Medios sin fin: notas sobre la política, donde apuntaba que la faz «es el estar irremediablemente expuesto del hombre y, a la vez, su permanecer oculto precisamente en esta apertura»; es «sobre todo pasión de la revelación, pasión del lenguaje». Aprovechemos, por tanto, esta apertura que ha sido un motivo clave de representación en el cine desde sus orígenes, para adentrarnos en las múltiples caras del D’A Film Festival y tratar de poner rostro(s) al cine de autor contemporáneo.

 

En Sueño Florianópolis de Ana Katz una familia argentina decide pasar sus vacaciones veraniegas en un complejo turístico brasileño, el Florianópolis soñado del título. El viaje transcurre entre dos paréntesis marcados por la travesía de un Renault destartalado, símbolo de una ruinosa relación familiar, y dos significativos ataques de náusea.

Si el de los resorts fuera un género en sí mismo, podríamos identificar fácilmente en él la estructura básica del viaje del héroe: la llamada a la aventura, el cruce del umbral, la recompensa y el regreso. Ahí estarían, por ejemplo, Todo incluido (Peter Billingsley) o Juntos y revueltos (Frank Coraci), películas construidas sobre la idea de una fuga redentora a un paraje exótico. Si algo diferencia al Florianópolis de Katz con sus crisis familiares y sus affaires amorosos, del resto de centros vacacionales es, sin duda, la presencia de Mercedes Morán. La actriz argentina insufla un realismo único con cada pequeño gesto.

 

Hace un par de años, el programa de televisión Días De Cine emitía unas polémicas declaraciones sobre la obra de Hong Sang-soo afirmando que cualquier cámara de vigilancia de supermercado contenía más cine que la obra del director surcoreano. Evidentemente, se trataba de una declaración incendiaria sin ningún tipo de rigor, pero resulta significativa a la hora de aproximarse a la obra de un cineasta que ha hecho de una puesta en escena muy concreta su caligrafía personal. Hotel by the River contiene todos los elementos formales que caracterizan el grueso de la obra de Sang-soo: imagen en blanco y negro, planos fijos de larga duración, uso de zooms para reencuadrar, anulación del contracampo… En este caso, dichos elementos están al servicio de una historia en la que un padre (un poeta) y sus hijos (dos hombres de éxito) se reencuentran en un hotel frente a un río. ¿Qué diferencia esta película del resto de su filmografía? Las variaciones. Como en la música, Sang-soo mantiene siempre el mismo patrón armónico, pero introduce una serie de modificaciones que transforman sus obras en el sentido más radical. Es imposible pensar que no hay cine, y en grado tan alto, en momentos como el fuera de campo con el que concluye la historia del hotel junto al río.

 

Que las reuniones familiares también pueden ser el escenario de auténticas catástrofes ya quedó probado en Festen (Thomas Vinterberg), donde la presencia fantasmagórica de una hermana fallecida tensaba cada una de las secuencias de la cinta dogma. En Happy New Year, Colin Burstead  de Ben Wheatley, el fantasma del hermano repudiado se personifica para agriar una fiesta familiar de Año Nuevo en la que un adulto travestido es capaz de pasar completamente desapercibido. A la manera de Free Fire, Wheatley vuelve a encerrar a un grupo de personajes en una única localización, a la espera de que todo estalle. En esta ocasión, las armas de fuego quedan sustituidas por las acusaciones verbales, y la cámara al hombro se convierte en un invitado más que pivota con la velocidad de cada réplica. El único respiro que otorga Wheatley a su protagonista es una primera calada a un cigarrillo a cámara lenta; después, la fiesta se convierte en un caos incontrolable de pullas veladas y líos de faldas. Happy New Year, Colin Burstead hierve a fuego rápido, pero esta vez Wheatley prefiere retirar la olla en el punto justo de ebullición.

 

A menudo la ciencia ficción plantea una dislocación del mundo o la coexistencia de universos múltiples. En el fondo, no deja de ser un mecanismo para enmascarar nuestra más profundas obsesiones. Un mundo imaginario refleja a su doble real. El viaje cósmico de His Master’s Voice de György Pálfi plantea una confluencia entre estos mundos, un confuso viaje entre lo macro y lo micro que va de una conspiración gubernamental a la detonación de un arma espacial. En el fondo, lo que subyace en el relato de Pálfi no es otra cosa que el reencuentro de un hijo con su padre; sin embargo, la obsesión del cineasta por incorporar tramas de corte existencialista o golpes de efecto termina por agotar las posibilidades del relato. Conspiraciones gubernamentales, pruebas de armas paramilitares, instalaciones secretas, alienígenas, pasajes oníricos… el cóctel narrativo de His Master’s Voice, organizado por la más absoluta arbitrariedad, bien podría ser un relato de Stanislaw Lem adaptado por Neil Breen.

 

La cantante y modelo Lana del Rey se preguntaba en una de sus canciones si alguien la seguiría queriendo cuando dejara de ser joven y bonita. Young & Beautiful de Marina Lameiro rescata los versos de la artista estadounidense para dar forma a una crisis generacional reflejada en cada uno de los protagonistas que componen el documental. A modo de confesionario, los amigos de la cineasta expresan sus inquietudes y preocupaciones. Marina Lameiro se refugia tras la cámara, no para esconderse, sino para extraer con una delicadeza tremenda el máximo de realidad posible de su entorno cercano. La película formula un interrogatorio permanente en un paisaje en el que los niños parecen ser los únicos capaces de tener alguna que otra certeza.

 

En Shirin de Abbas Kiarostami, el cineasta iraní exploraba las posibilidades del rostro filmado registrando las expresiones de unas mujeres que asistían a la proyección de una película imaginaria. En Your Face de Tsai Ming-liang el ejercicio documental encuentra algo parecido en su génesis: retratar los rostros de personas anónimas durante todo su metraje. El primer inicial es el de una mujer anciana. No habla. La luz baña su rostro y el espectador empieza a elucubrar una historia en función de cada una de sus arrugas y expresiones, de cada uno de sus movimientos… Podría parecer que toda la película va a consistir en ese mismo plano estático de una mujer anónima, pero entonces llega el corte y Ming-liang comienza a exponer su peculiar galería de retratos a la manera de las pruebas de cámara de Andy Warhol. Algunos personajes hablan, otros se duermen, otros hacen muecas… las únicas constantes de la película son la posición de la cámara y la escala del plano. Your Face contiene, además, una banda sonora musical con una melodía que endulza el ejercicio del cineasta chino, probablemente consciente de que podría haber llevado su radicalidad un paso más lejos.

 

El nombre que da título a Sophia Antipolis, dirigida por Virgil Vernier, corresponde al de un parque tecnológico francés situado en el sur de Niza, escenario en el que el realizador hace converger los tres episodios que estructuran la película. En la teoría, un parque tecnológico es un lugar vinculado al futuro y al progreso; en la práctica, la Sophia Antipolis de Vernier es un territorio lúgubre y hostil: el escenario de una desaparición y un brutal asesinato. Filmada principalmente de noche, la cinta se tiñe de un carácter onírico que potencia la capacidad evocadora de numerosos fantasmas sociales (como la inmigración, el racismo, la fe, la violencia…) en un puzle de tres piezas.

 

El western, el policíaco y la comedia surrealista son algunos de los elementos que se dan cita en Paul Sanchez est revenue! de Patricia Mazuy, donde el presunto regreso de un sanguinario homicida pone en jaque a la policía de un pequeño pueblo francés. Un retorno que abre dos vías narrativas: por una parte, la del propio Paul Sanchez y su fuga al monte; y, por la otra, la de la agente policial obsesionada con darle caza, como si se tratara de una misión predestinada, en la que siempre tiene que haber un bien y un mal en continua persecución. En el teatro del absurdo de Patricia Mazuy, los personajes se convierten en quienes son a fuerza de repetir sus papeles.

 

Todos los ritos de paso a la edad adulta tienen un componente traumático. En el caso de Ojos Negros de Marta Lallana e Ivet Castelo, la primera menstruación coincide con el viaje de una niña al pueblo de su abuela. El entorno rural, filmado con una sensibilidad y un ritmo que remiten al trabajo de Verano 1993 (Carla Simón), se convierte en el objeto de la mirada permanentemente afligida de su joven protagonista. Allí asiste a la entrañable formación de una gran amistad, pero también al contacto con la vejez y el olvido, experiencias vividas desde una potencia juvenil contenida por la puesta en escena. No hay aspavientos y las discusiones quedan siempre en un fuera de campo perteneciente al mundo adulto, reflejado solo en los ojos oscuros de la protagonista, que descubren parte del mundo con la intensidad de la primera vez.

 

Las vídeo-confesiones de Jonathan Caouette en Tarnation se han convertido en moneda de cambio corriente para la generación Z. Así arranca Eighth Grade de Bo Burnham, con un zoom digital que revela a la joven protagonista en plena filmación de uno de sus tutoriales para la vida corriente. Eighth Grade compagina el espíritu feel good de Little Miss Sunshine (2006) con las ventajas de ser un marginado. Resulta paradójico que Bo Burnham, conocido por su faceta de cómico y cantante “políticamente incorrecto”, haya dirigido una comedia con una visión tan estereotipada de la juventud, con un discurso limitado al «en el futuro todo irá mejor» y que parece más dispuesta a exorcizar los viejos y propios fantasmas antes que a tratar de radiografiar o comprender los del presente.

 

Entre 2015, inmediatamente después del atentado a Charlie Hebdo, y 2017, el año de las elecciones presidenciales francesas, Matthieu Bareyre salió a las calles nocturnas de París para filmar L’époque. En este documental de guerrilla, en el más amplio sentido de la expresión, la juventud toma la palabra para expresar su voz: inconformismo, resignación, ingenio, estupidez, odio, rebeldía… Bareyre apenas pone límite a los testimonios que integra en esta suerte de Callejeros parisino. Así y todo, el momento de mayor potencia del documental se concreta probablemente en la única secuencia sin diálogos: en ella, la cámara de Bareyre se aproxima a un grupo de policías antidisturbios apostados frente a un museo; tras la primera fila, uno de los agentes extiende su cámara GoPro reglamentaria y comienza a filmar al cineasta; ambas cámaras emprenden una suerte de exploración, siguiéndose la una a la otra como si se tratara de dos animales tanteando el terreno. El discurso oficial y la réplica. El poder y su contestación.

En el refranero popular, se suele decir que «quien canta, su mal espanta». Tal vez por eso el director filipino Lav Diaz, conocido por reconstruir la historia de su país a fuerza de horas y horas de metraje, ha decidido abordar uno de los pasajes más oscuros de toda la historia de Filipinas bajo su revisión particular del género musical. Season of the Devil transcurre a finales de los años setenta, durante la dictadura de Ferdinand Marcos, y, muy significativamente, el tirano es el único que no recita ni un solo verso en la epopeya filipina. El ruido de los pájaros y del viento entre los árboles es toda la banda sonora que acompaña las canciones de este musical descarnado, filmado frontalmente, en blanco y negro, a capela y sin más danzas que el balanceo de un militar agarrado a su fusil.

 

En Jesus de Hiroshi Okuyama la llegada de un nuevo alumno a un colegio católico japonés supone su primer contacto con la fe cristiana. A fuerza de rezar, un Jesucristo en miniatura se materializa para escoltar al protagonista y satisfacer todos sus deseos. En cada plano, filmado con la rigurosidad propia del cine de Ozu, podemos ver al mesías católico convertido en una especie de Doraemon diminuto, ejerciendo de compañero silencioso. Una simpática propuesta que esconde una tremenda y profunda crisis existencial.


Cuando Hans Castorp de La montaña mágica de Thomas Mann llegaba al sanatorio de Davos, lo hacía exclusivamente en calidad de visitante. Algo parecido sucede con el protagonista de The Mountain, quien viaja de sanatorio en sanatorio como fotógrafo acompañante de un médico practicante de lobotomías. La película de Rick Alverson es un descenso dantesco por los pasillos de la locura, con Jeff Goldblum ejerciendo de un Virgilio convertido en mad doctor.

 

Un bebé, en pasado, filmado en cinta de vídeo y otro, en presente, filmado en celuloide. El juego con los formatos de Els dies que vindran  podría servir para relacionar la película de Carlos Marques-Marcet con el cine de Isaki Lacuesta. Y no es lo único: igual que en Entre dos aguas, Els dies que vindran difumina la línea entre documental y ficción y filma todo el proceso de embarazo de Vir y Lluís, seudónimos de los actores profesionales María Rodríguez y David Verdaguer. El resultado es un retrato de una profundidad inconmensurable: no sólo los actores están fantásticos, sino que Marques-Marcet sabe encontrar en todo momento la distancia perfecta. El trabajo con las elipsis, la naturalidad de cada secuencia, la capacidad de superar lo anecdótico, la ternura que rebosa cada plano, la organicidad del relato… Si cada nacimiento es un milagro, ciertamente esta película lo es por partida doble.


 

 

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