Irene Bullock


Monroe Stahr (Robert De Niro), un productor del Hollywood de los años treinta, se está construyendo una casa al lado del mar. Solo están los cimientos, todavía no tiene ni siquiera el techo. Un día lleva hasta allí a Kathleen Moore (Ingrid Boulting), una joven de la que se ha enamorado perdidamente por su parecido con su fallecida esposa, una estrella del estudio. De pronto, la chica se para en una estructura cuadrada, y le pregunta extrañada que qué irá ahí exactamente. Y él sin ninguna duda, como señalando que es una parte fundamental de la construcción, le dice: «Es el hueco para el proyector de cine». En esa casa en fase de construcción y sin un techo sobre sus cabezas, pasarán su única noche de enamorados. La esencia de Stahr está ahí: la soledad, los sueños por llegar a lo más alto, la eterna insatisfacción, el amor efímero y, sobre todo, lo que más valor tiene en su vida: el cine.

Y esa casa en construcción es una buena metáfora para hablar de El último magnate (The Last Tycoon, EE.UU, 1976), de Elia Kazan, pues el material de partida fue la novela inacabada, con el mismo título, de Francis Scott Fitzgerald. Los cimientos de esta novela sirvieron para que el dramaturgo Harold Pinter construyera el guion y Elia Kazan dirigiera su última película. En el momento de su estreno el largometraje no gustó a nadie, ni al público ni a la crítica. Es más, el mismo Kazan, que durante el rodaje no estaba viviendo precisamente uno de sus mejores momentos personales (su madre se estaba muriendo y la relación con su esposa Barbara Loden estaba cada vez más en crisis), no tuvo palabras muy halagüeñas sobre su película ni en el momento del rodaje ni cuando finalmente llegó a los cines. Por otro lado, Kazan y el productor Sam Spiegel, que habían alcanzado la cima veintidós años antes con La ley del silencio, se despedían de sus trayectorias con un gran batacazo. Esta obra cinematográfica se vio en su  día como si solo se hubiesen puesto los cimientos del largometraje sin que nunca llegara a erigirse una obra redonda, igual que la mansión de Monroe Stahr.

Sin embargo, viendo ahora El último magnate queda al descubierto una obra cinematográfica bellísima, que además personifica un momento muy concreto de Hollywood: la transición del Hollywood clásico al moderno. Durante los últimos años de la década de los sesenta y en la de los setenta los directores del viejo Hollywood, George Cukor, Billy Wilder, Otto Preminger, John Huston, Nicholas Ray, Alfred Hitchcok o el mismo Elia Kazan, realizaron sus últimas películas en una industria muy diferente a la que estaban acostumbrados y que, además, estaba apostando por otras formas de contar. Curiosamente para muchos de ellos fue un periodo de experimentación y nuevos retos con resultados muy interesantes (que han caído totalmente en olvido), pero también dejaron películas que recogían los últimos ecos de ese Hollywood clásico. El último magnate es el canto de cisne de Elia Kazan, donde refleja su amor al cine, a pesar de las sombras de la industria.

Y no solo eso, Harold Pinter supo atrapar la esencia de esa novela inacabada, de esos cimientos. No traicionó ni un ápice a Fitzgerald, y aportó un Monroe Stahr con aires de gran Gatsby, solo que moviéndose por el periodo dorado de Hollywood. Es, en realidad, una historia de fantasmas que vuelan sobre una época que ya no existe. Una obra cinematográfica con trazos inconclusos, que, sin embargo, alumbran un relato completo. Además, en esas pinceladas se reconoce ese universo que tan bien conocía el escritor de la generación perdida, pues Francis Scott Fitzgerald fue uno de esos autores estadounidenses que vivieron como guionistas en el sistema de estudios, y no fue precisamente una experiencia idílica, pero supo extraer de la experiencia los pilares para la que podría haber sido una de sus mejores novelas.

El último magnate gira alrededor del productor Monroe Stahr, que tiene ecos del joven prodigio de la MGM, Irving Thalberg. Thalberg fue un triunfador, la cara visible y el símbolo del sistema de estudios, pero murió muy joven, a finales de los años treinta, pues arrastraba de siempre una salud delicada. De hecho, Fitzgerald le conoció durante su primera estancia en Hollywood, durante los años veinte. Es curioso que, hablando de Thalberg, había quien plasmaba más su parte oscura y quien cantaba sus logros, pero casi todos coincidían en su entrega a ese trabajo para el que parecía haber nacido.

Tanto en la novela como en la película se presenta la cara y la cruz del personaje principal. Como dice Stahr en un momento dado, el cine es su vida y dirige el estudio con mano dura, pero con una pasión inusitada por el séptimo arte y las películas. Monroe Stahr es una mezcla del famoso productor y del gran Gatsby. Durante la película el espectador asiste a la caída del todopoderoso. Son los propios mandamases del estudio quienes, en un instante de debilidad de Monroe, se lo quitan de en medio, pues ya no  les es útil, ni por motivos económicos ni por su manera de «vivir» cada película en la que se implica. Pero no solo se refleja su caída profesional, sino su hundimiento vertiginoso en el plano emocional y físico. Delicado del corazón, sin descansar apenas en jornadas maratonianas, vive también un último desengaño emocional con Kathleen Moore. A su vez, no es capaz de corresponder al amor que le profesa una joven universitaria, Cecilia Brady (Theresa Russell), hija además de uno de los mandamases del estudio, Pat Brady (Robert Mitchum), y la única que quizá comprende sus contradicciones.

«Estaba haciendo cine»

Si bien la película no triunfó en su momento, no puede dudarse que detrás de ella se encuentra un buen realizador de cine clásico. Elia Kazan no tuvo miedo a experimentar en los nuevos tiempos que se avecinaban, tan distintos a los de sus momentos de gloria. De hecho, fue la propia industria (que estaba cambiando a marchas forzadas) la que marginó a los grandes cineastas de la época dorada, no solo por su edad, sino porque pensaba que no dominaban los nuevos gustos del público y ya no eran rentables. Pero curiosamente, en sus últimas películas, Kazan se atrevió con las maneras de narrar del Nuevo Hollywood (El compromiso), y rodó en los márgenes puro cine independiente, de fuerte calado social (Los visitantes). En su última película, sin embargo, evoca un cine en vías de extinción, pero con la mirada desencantada de los años setenta. Y en esa mirada se descubre un Kazan melancólicamente romántico, que construye un mundo de sombras, de espíritus de otra época.

Todas las secuencias de Monroe y Kathleen son de una belleza efímera y fantasmal, con la delicadeza, la elegancia y el fatalismo de una historia de amor imposible. Por ejemplo, la aparición irreal de Kathleen, tras un terremoto, encima de una pieza de atrezo arrastrada por el agua: una gran cabeza de Shiva, una divinidad hindú, por la cual todo se destruye para volver a nacer. En cierto sentido se trata de una metáfora de lo que le ocurre a Stahr.

Una de las características que definen a Monroe Stahr es que mira su vida como una película. Continuamente, todo lo percibe y lo entiende como si estuviera filmando y creando una buena película para su estudio. Dos veces su personaje dice: «Estaba haciendo cine». La primera, durante una secuencia genial, justo cuando está explicando a un escritor cómo se escribe un guion, y revela que el cine es puro arte visual. La segunda, al final, cuando él mismo dirige y elabora en su despacho, solo y derrotado, su propio desenlace.

De este modo, en la película de Elia Kazan, Stahr sí tiene un final de cine, nunca mejor dicho. Una vez derrotado en el plano laboral y en el amor, se dirige solitario hacia un estudio con las luces apagadas, y se hunde en la oscuridad, como un fantasma, como si penetrara en una pantalla que se queda en negro para siempre.

Otra de las delicias de El último magnate es el modo en que, a través de los actores del reparto y sus formas de actuar, se funden el Viejo y Nuevo Hollywood. El protagonista es uno de los rostros del Nuevo Hollywood, Robert de Niro, junto a otros actores de su generación como Jack Nicholson, Angelica Huston o Theresa Russell, que se codean con una hilera de veteranos (Robert Mitchum, Ray Milland, Tony Curtis, Dana Andrews, John Carradine…) y también con intérpretes del cine europeo de posguerra y las nuevas olas (Jeanne Moreau o Donald Pleasence). De Niro se transforma física y mentalmente en ese productor que es un hombre enfermizo e introspectivo, mientras que Tony Curtis y Jeanne Moreau bordan sus secuencias, protagonizando a dos estrellas de los años treinta, con sus éxitos y miserias a cuestas, que están filmando juntos para el estudio una película clásica en blanco y negro, con aires de noir y de un romanticismo extremo.

Grandes escritores como guionistas en el Hollywood dorado

Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de la trama es cómo refleja las luces y las sombras del sistema de estudios, sobre todo en un gremio: el de los guionistas. Se dan unas pinceladas de la situación de estos profesionales en los años treinta. Este gremio, formado por «los campesinos de esta industria», será quien propicie la caída de Stahr. Y de ese gremio sabía bastante Francis Scott Fitzgerald, puesto que durante periodos intermitentes ejerció la profesión, manteniendo una relación amor y odio con la Meca del cine.

En la película, los mandamases ven con preocupación que desde Nueva York están intentando que los guionistas de Hollywood formen un sindicato fuerte que abogue por sus intereses. Ha llegado al estudio un sindicalista comunista, Brimmer (Jack Nicholson), para organizarlos. Pat Brady, el superior de Stahr, es testigo del enfrentamiento entre este y Brimmer durante una reunión, y de cómo el joven productor, terminando totalmente borracho en el suelo, pierde los estribos y se pelea duramente con el sindicalista. Esto le sirve a Pat como excusa para retirar a Starh del estudio, para quitarle el poder, con acusaciones de que no es un buen mediador para solucionar el conflicto. En el libro y en la última película de Elia Kazan, que tuvo una controvertida relación con el comunismo (que se agudizó con su actuación durante la caza de brujas), el joven y enfermizo productor es derrotado moralmente por el personaje de Brimmer; además es con él con el que menos sabe tratar y con el que se muestra más vulnerable.

El otro personaje interesante es Boxley (Donald Pleasence), un escritor alcoholizado que está ofreciendo sus servicios de guionista en el estudio. Ve que su trabajo se menosprecia, porque tiene que trabajar con  otros profesionales que modifican sus páginas. Boxley expone su desencanto, pues siente que se degrada su oficio de escritor. Su relación con el estudio es una mezcla de odio y atracción por un mundo que desconoce. Finalmente estalla y no aguanta la presión, aunque algo de su trabajo quedará para siempre en una película.

Y es que el personaje personifica de manera extrema la situación de varios escritores ilustres que pisaron los estudios del Hollywood clásico y vivieron con curiosidad, frustración o agonía su experiencia en ellos. En esa nómina no solo estuvo Francis Scott Fitzgerald, sino también James M. Cain, Raymond Chandler, William Faulkner, John Steinbeck, Arthur Miller, Truman Capote o Ray Bradbury. Curiosamente la mayoría de ellos firmaron guiones (en algunos casos coescribieron) de películas que ahora son clásicos: Tres camaradas (Francis Scott Fitzgerald), Argel (James M. Cain), Perdición (Raymond Chandler), Tener y no tener (William Faulkner), Viva Zapata (John Steinbeck), Vidas rebeldes (Arthur Miller), Estación Termini (Truman Capote) o Moby Dick (Ray Bradbury).

El último magnate puede verse ahora con otros ojos. Estamos ante una película melancólica y desencantada, que se convierte en ese canto de cisne de un cine que estaba condenado a desaparecer.


Puedes ver EL ÚLTIMO MAGNATE en Filmin



 

4 Comentarios »

  1. Querida Irene, no tengo una relación muy buena con Kazan (me cuesta disociar al hombre del artista en este caso, y como hombre no me cae muy bien) pero me ha interesado mucho tu texto. Ofrece muchos puntos de partida para interesarse en esta película. Por tomar uno, esa interacción entre el Nuevo y el Viejo Hollywood me atrae mucho. Justamente al leer el nombre de Robert Mitchum en tu texto pensé qué época gloriosa esa en la que todavía caminaban sobre la tierra las grandes glorias del cine clásico, y unos párrafos más adelante leí que destacas eso como uno de los lujos que se da esta película. ¡Qué lindo mantener estas conversaciones silenciosas con tus textos!
    Hasta la próxima conversación, Bet.-

    Me gusta

  2. Hola Irene.
    Creo que, en su día, no la vi -o no tuve oportunidad- y eran tiempos en que sólo tenías un tiro, o la veías la semana que venía -si venía- o Good bye Elienin.
    Me pareció como si se le tuviese ganas a Mr. Kazan; todo el mundo estaba con el mazo detrás de la puerta, una especie de Ley de la mala conciencia silenciosa.
    El reparto era asombroso y, como mi compañera de comentario, también pensé que por muy grande que fueras escuchabas la llamada de la sangre/estudio. Las excepciones, Theresa Russell cuya suerte no estuvo a la altura de su talento y la otra chica de la que no tengo palabras -literalmente-.
    Estupenda construcción Irene. Un saludo, Manuel.
    PD. Monroe Stahr, Monroe Estrellha curioso nombre y más contando que hubo un affaire Kazan-Monroe. Y que el director hizo una de las definiciones más indefinidas sobre la estrella: Es todas las heroínas de Charles Chaplin en una sola mujer.

    Me gusta

  3. Amiga Bet, a mí me pasa que Elia Kazan es un director que creó varias de las películas con las que fui cimentando y construyendo mi amor al cine cuando era prácticamente una niña. Y con él precisamente me introduje a leer y conocer todo lo referente a la caza de brujas, un periodo de la historia de Hollywood sobre el que no dejo de indagar y analizar. Así que reconozco que si me preguntan por mi pasión por el cine no puedo dejar de nombrarle. Un hombre extraordinariamente complejo, pero con una filmografía llena de títulos que suelo revisitar bastante: Un tranvía llamado deseo, Viva Zapata, La ley del silencio, Al este del edén, Baby Doll, Un rostro en la multitud, Esplendor en la hierba…
    Esta película, El último magnate, cada vez me gusta más. A más visionados, más me va cautivando. Me alegra mucho que el texto te haya resultado interesante… y qué valiosas son esas conversaciones silenciosas que podemos mantener con diferentes escritos, ¿verdad?

    Con mucho cariño
    Irene Bullock

    Me gusta

  4. Amigo Manuel, creo que El último magnate es una película que merece mucho la pena. Y eso que ni el mismísimo Elia Kazan la defendió en su día. Pero pienso que vista hoy adquiere significados muy interesantes. Sobre todo, esa fusión entre el viejo y nuevo Hollywood.
    Solo por el reparto y por reconocer ciertos rostros merece la pena darle una oportunidad.
    Kazan tuvo palabras preciosas para sus dos protagonistas y parece ser que ellas le adoraron: tanto Theresa Russell como Ingrid Boulting.
    Me ha encantado ese juego de palabras que has creado en tu posdata y que finalmente salga la Monroe y esa preciosa definición, que no conocía.
    Sigo con el juego: Theresa Russell ya ha visitado esta sección. Precisamente en una película en la que era ni más ni menos que ¡¡¡Marilyn Monroe!!! La película en cuestión fue Insignificancia de Nicolas Roeg.

    Con mucho cariño
    Irene Bullock

    Me gusta

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.