Yago Paris


Con cada nuevo episodio que se estrena, cobra más fuerza la teoría de que la octava temporada de Juego de Tronos se ha orientado de manera descarada hacia la resolución apresurada de todas las tramas, con dos puntos clave: la batalla contra el Ejército de los Muertos y la guerra contra Cersei (Lena Headey). La primera tuvo lugar en el capítulo número tres; la segunda, en el de esta semana. Ambos se han orientado de manera similar, pero hay que detenerse a analizar el resultado en cada caso. La primera cuestión que surge al ver Las Campanas consiste en estudiar qué herramientas se han utilizado para dotar de emoción una batalla tan desigual. La segunda, por qué el pico dramático más intenso —la serie acostumbra a poner toda la carne en el asador en el penúltimo episodio de cada temporada— se ha colocado en un conflicto sin duda relevante pero nimio si se compara con lo sucedido en el tercer episodio. La tercera, qué necesidad había de resolver con semejante precipitación tantos arcos dramáticos de complejísimos personajes que se han ido cocinando a fuego lento durante años. El episodio número cinco de esta temporada deviene una metáfora de cómo se han gestionado los tiempos en una serie que, capítulo a capítulo, ha descendido centenares de escalones del Olimpo de las producciones televisivas, el lugar donde aspiraba a alzarse con el trono.

A pesar de todas las carencias señaladas, aliviaría buena parte de las mismas contar con el poder de la imagen como catapulta de las emociones. Se ha contado con Miguel Sapochnik, quien ya había realizado un espléndido trabajo en La Larga Noche, pero el resultado final no se repite en esta ocasión. La batalla luce por su desorden y por una ineficaz resolución de planteamientos de alto potencial dramático debido a una perezosa puesta en escena —el ataque del dragón a la ciudad, la tensión de los minutos previos a la batalla entre los ejércitos, la descripción de la huida desesperada de los ciudadanos en las callejuelas de la fortaleza. Sobre el papel había material de sobra para construir escenas con el poder visual de la anterior batalla. Sin embargo, Las Campanas se caracteriza por ser una simple recreación de lo que ya está escrito en el guion, sin que las imágenes eleven el resultado final a un espectáculo de mayor calibre. Solo se marca la diferencia en los escasos momentos donde Arya (Maisie Williams) se sumerge en el laberinto de calles de la ciudad y, mediante inmersivos planos secuencia, cuando el terror y la claustrofobia traspasan la pantalla e impactan al público.

Mención aparte merece el tratamiento que se le está dando a personajes clave del relato, tales como Jaime (Nicolaj Coster-Waldau), Cersei, Daenerys (Emilia Clarke) o Jon (Kit Harington). Lejos de carecer de importancia, se trata ni más ni menos que de algunos de los máximos protagonistas de la serie, a quienes las prisas y la desorganización están convirtiendo en marionetas manejadas con torpeza, por momentos rozando el ridículo. La consecuencia de tantos desatinos se observa en la actitud del grueso de la audiencia y su aproximación a esta última temporada. No parece un error de bulto asegurar que, a estas alturas, los telespectadores asisten a la resolución más por el morbo de conocer cuál será el final que por el disfrute y la pasión que suscita cada nuevo episodio. Nada debería extrañarnos: si los creadores de la serie demuestran tan poco interés por cada paso del camino hacia la resolución, nada debería ser diferente en la audiencia.


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