Miguel Martorell Linares


Sicilia, primavera de 1860. El joven aristócrata Tancredi Falconeri, interpretado por Alain Delon, visita en su villa estival de Donnafugata a su tío Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, encarnado por Burt Lancaster. Tras una breve conversación de circunstancias, le cuenta que se va echar al monte con los camisas rojas de Garibaldi, desembarcados en la isla para derrocar a los Borbones y consumar la unidad de Italia. Sorprendido, Salina abronca a su sobrino por unirse a los revolucionarios. «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie», replica el joven. Apenas han transcurrido quince minutos desde los títulos de crédito y Luchino Visconti ya ha planteado una de las tesis fundamentales en torno a las que se articula El Gatopardo, su adaptación cinematográfica de la novela que Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribió entre 1954 y 1957. Muerto en este último año, el autor no llegó a ver cómo su novela alcanzaba un inmediato éxito de crítica y público, convirtiéndose en uno de los libros más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Tampoco pudo ver la película de Visconti, que se estrenó en 1963 y con la que probablemente se hubiera sentido identificado.

Tancredi acude a Donnafugata para explicar al príncipe que su decisión, aparentemente subversiva, entraña una meditada estrategia que permitirá la supervivencia de la vieja nobleza siciliana en tiempos de mudanza. Salina siente un desprecio atávico, visceral, hacia los garibaldinos, a quienes ve como una patulea de revolucionarios andrajosos prestos a derruir su mundo centenario. Tancredi le calma: en efecto, los camisas rojas quieren establecer una república democrática, pero en realidad son meros peones, fuerza armada de choque que será sacrificada una vez expulsados los Borbones y asentado el nuevo Reino de Italia. El verdadero pacto, prosigue, no se ha establecido con ellos sino con la pujante burguesía piamontesa y los campesinos sicilianos que se han ido enriqueciendo con la usura y la compra de tierras. Conservadores, amantes del orden, los nuevos aliados respetarán las bases sobre las que asientan su poder los aristócratas terratenientes como los Salina. Ciertamente, será necesario adaptarse a los nuevos tiempos, convivir con los nuevos ricos, liquidar la vieja monarquía absoluta y remplazarla por nuevas instituciones, como el parlamentarismo liberal y su parafernalia. Quizá sean concesiones dolorosas, pero indispensables para sobrevivir: Se vogliamo che tutto rimanga com’è, bisogna che tutto cambi.

La frase que pronuncia Alain Delon aparece también al inicio de la novela de Lampedusa, si bien es cierto que el espíritu que la impregna ya figuraba en un magnífico relato siciliano sobre la unificación de Italia escrito en 1894: Los Virreyes, de Federico de Roberto. En este caso es otro joven aristócrata de una dinastía secular, el también príncipe Consalvo Uzeda, quien se adapta a los nuevos tiempos para preservar su estatus, quien cambia todo para que todo subsista. Consalvo, descendiente de los virreyes españoles, emprende al final de la novela una prometedora carrera política como parlamentario liberal y aspira a sentarse algún día en el gobierno italiano. «No puede negarse que entre la Sicilia de antes del sesenta, aún casi feudal, y la de hoy parece que media un abismo»; sin embargo, «el cambio es más aparente que real», reflexiona. La familia ha sobrevivido y mantiene intactas las bases de su poder. Todo se ha transformado para que todo siga igual.

Las diferencias entre ambos libros, no obstante, son palmarias. De Roberto era hijo de un funcionario y una aristócrata, pero escribe como un intelectual burgués finisecular y combate con fiereza a la nobleza siciliana que en 1894 aún es un enemigo real, pleno de vida. No admite concesiones. El príncipe Consalvo es un arribista y el resto de sus parientes son fríos, soberbios y vanidosos hasta caer en lo grotesco; cobardes, crueles y envidiosos, a veces indolentes, siempre corruptos. Los Virreyes es una obra de denuncia política y social, pero sobre todo moral, y no hay pecado capital en el que no caiga esta caterva de seres despreciables, incluida la muerte por gula del religioso de la familia. De Roberto define a los Uzeda como aves de rapiña, de presa, que han arraigado en Sicilia para saquearla. Aunque más bien parecen pájaros carroñeros: al ir pasando las páginas el lector no piensa tanto en águilas sino en buitres.

Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, también era un noble siciliano. Y aunque El Gatopardo está lejos de ser complaciente con la aristocracia de la isla, resulta innegable la grandeza del príncipe de Salina frente a la depravación moral de Consalvo Uzeda. Es fácil percibir el afecto de Lampedusa hacia él, inspirado en su propio bisabuelo. Querencia compartida por Visconti. Salina es un varón de buena planta, fuerte, un gigante —dirá el novelista— cuyas manos son capaces de doblar una moneda pero también de las caricias más sensibles; una presencia física en la que Burt Lancaster encaja como un guante, mucho mejor que la primera opción de Visconti, que fue Laurence Olivier. Es un hombre duro y autoritario, orgulloso y soberbio, aquejado de cierta rigidez moral aunque al tiempo juicioso y pensativo; astrónomo y matemático aficionado, propenso a divagar entre ideas abstractas, reflexiona constantemente sobre su mundo y asume con tristeza la «ruina de su linaje y patrimonio».

Salina se ve a sí mismo, y tanto Lampedusa como Visconti logran que así le veamos, como un serval —pues esa es la traducción real de Gattopardo—, el esbelto felino en vías de extinción que rampa en el escudo de armas familiar, imagen antitética de las aves carroñeras que pinta De Roberto. Diga lo que diga Tancredi sobre los cambios que permiten que todo siga igual, el príncipe de Salina es consciente de que su estirpe de nobles animales desaparecerá y será remplazada por hienas y chacales. De ahí que El Gatopardo sea una novela sobre la decadencia y la melancolía, más centrada en la muerte que en la persistencia. Lampedusa era consciente de que todo fluye y nada permanece: cuando escribe su historia cien años después de la unificación italiana apenas queda nada del poder de aquella vieja aristocracia a la que él mismo pertenecía. De ahí la malinconía: si De Roberto pelea con furia contra animales vivos y peligrosos, Lampedusa evoca con nostalgia animales muertos hace ya tiempo. Una imagen fáunica que perdura hasta los últimos capítulos de la novela, obviados por Visconti: en 1910, medio siglo después de que Tancredi pronunciara la famosa frase, una anciana Concetta, hija del príncipe de Salina, tira a la basura el cadáver disecado de Bendicò, el perro de caza y fiel amigo de su padre, ya fallecido muchos años atrás.

Conde de Lonate Pozzolo, aristócrata— por tanto— como De Roberto y Lampedusa, y al tiempo militante del Partido Comunista Italiano, Visconti construyó su obra sobre la tensión entre lo que muere y lo que perdura. Ni De Roberto ni di Lampedusa eran marxistas, pero ello no impide que su relato sobre el Risorgimento (la máxima de Tancredi o de Consalvo Uzeda acerca de lo que muda para subsistir) entroncara con la interpretación marxista de la historia que Antonio Gramsci afianzó en los años treinta para el caso italiano y que se transformaría más tarde en un canon fosilizado y privado de matices, de aplicación cuasi universal, difundido en panfletos y manuales universitarios. Una visión que en buena medida compartía Visconti y según la cual la gran burguesía industrial del norte y los terratenientes del sur —las clases dominantes— forjaron una coalición, un bloque hegemónico que les permitiría perpetuarse en el poder sojuzgando a obreros y jornaleros, que retardaría la democratización del país y que acabaría desembocando en el fascismo. Sobre dicha estructura se construyó Italia, y todo lo demás —biografías, constituciones, gobiernos, partidos, parlamentos— era secundario, accesorio, irrelevante, absolutamente prescindible. Mera espuma de los días.

Cineasta militante, Visconti arremete contra la generación que construyó Italia en la segunda mitad del siglo XIX con la misma fiereza con que De Roberto fustigó a la nobleza siciliana que la precedió. Así, el desenlace de la película es un mazazo contra el pacto de intereses sobre el que se fundó el Estado italiano, erigido sobre la traición a los demócratas garibaldinos: tras la larga escena del baile en el Palacio de Ponteleone, el joven Tancredi abandona Palermo junto a don Calogero (Paolo Stoppa), usurero enriquecido y agente electoral de los piamonteses en Sicilia, y su hija Angelica (Claudia Cardinale), con la que acabará casándose. Mientras, el ejército del nuevo Reino de Italia fusila a dos camisas rojas de Garibaldi y el estruendo de los disparos se mezcla con el chacoloteo del coche de caballos. No acaba aquí, sin embargo, El Gatopardo, pues Visconti entrecruza en la sala de montaje esta escena con otra en la que el príncipe de Salina camina solo por las calles de Palermo y se arrodilla ante un sacerdote que va a administrar el viático a un moribundo: al sonar la descarga de fusilería, don Calogero hace en el carruaje un comentario jocoso sobre los ajusticiados, mientras el príncipe sigue arrodillado en un gesto sin duda arcaico, pero que exhala una sensibilidad de la que carecen las élites políticas y sociales que van gobernar el nuevo Reino de Italia.

Si Lampedusa siente una evidente empatía hacia el príncipe de Salina, Visconti va aún más allá, como puede verse en el distinto modo en que el novelista y el cineasta cierran la escena en que Tancredi anuncia a su tío que parte hacia la montaña para unirse a los garibaldinos. Lampedusa atribuye al príncipe un alarde de cinismo, pues a pesar de criticar la actitud de Tancredi le entrega un cartucho de monedas de oro: «¡Ahora subvencionas la revolución!», responde alborozado el joven. Pero Visconti, incapaz de achacar la más mínima doblez a su protagonista, liquida la escena con el príncipe haciendo un gesto cariñoso en la mejilla de Tancredi. Su afinidad sentimental hacia Salina resulta evidente fotograma tras fotograma. Le atribuye una talla moral muy superior a la de sus sucesores, a quienes describe como una panda voraz de usureros, hipócritas y arribistas, ocasionalmente bellos, como Tancredi-Delon o Angelica-Cardinale, pero simples, insignificantes y vulgares. Y aunque en buena lógica marxista insista una y otra vez en el mantra de que nada cambiará porque el poder seguirá en las mismas manos, en el fondo –y en la forma- muestra con su relato que por encima de las estructuras que subyacen en cada organización social, los humanos que las pueblan no solo son fundamentales, sino que además marcan la diferencia. Una diferencia esencial, pues al fin y al cabo Visconti cree, y quiere que el espectador comprenda, que no es lo mismo el príncipe de Salina que don Calogero.

A pesar de la retórica marxista sobre lo que cambia para permanecer, El Gatopardo es un tratado sobre lo que sí muere y desaparece. Sobre la decadencia y la nostalgia. Nostalgia acentuada por la conmovedora música que Nino Rota había compuesto tiempo atrás y que adaptó magistralmente para la ocasión. Decadencia patente en la delicada reconstrucción de los espacios interiores, donde un historiador del arte no encontraría un solo objeto fuera de lugar, o en la minuciosa reconstrucción del vestuario, que despierta en el espectador la sensación de que los actores debían vestir también ropa interior de época. No es de extrañar que tuviera una pésima acogida en el seno del Partido Comunista Italiano, en el que Visconti llevaba años militando. Sus compañeros de viaje no pudieron entender el empeño en restaurar hasta el último detalle un mundo muerto hacía ya mucho tiempo, ni su atracción por un personaje que en el relato canónico marxista de la historia debía representar lo peor de la clase dominante. Guido Aristarco, gran pope de la crítica comunista italiana, director de Cinema Nuovo y otrora defensor acérrimo de Visconti, despreció El Gatopardo con una descalificación rotunda: puede que fuera una película bonita, pero carecía absolutamente de «compromiso histórico». Y eso no se le podía perdonar a un camarada.



Fotografías: Dominio Público / it.wikipedia.org


 

3 Comentarios »

  1. Fantástico análisis histórico y bien escrito; eso del chacoleo del coche de caballos es estupendo y acertadísimo, dan ganas de volverla a ver de nuevo… a simple vista, es fácil encontrar paralelismos con nuestra época ( Uzedas actuales… a raudales). Se dice que Visconti en cada nueva toma de las diferentes secuencias del palazzo, sobre todo las del baile, obligaba a cambiar las flores frescas que había puesto la dirección artística en los jarrones por otras todavía más lozanas. ¡¡Felicidades!! Espero que pronto colabore con un nuevo análisis fílmico.

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  2. Gracias, Pepa. En efecto, Visconti era muy detallista. Posiblemente la historia es apócrifa, pero cuentan que incluso guardaba ropa de época en los armarios y en los cajones de las cómodas, porque así recreaba mejor el espíritu de la época, aunque -por supuesto- no se vieran en escena…

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  3. ¡Genial artículo, Miguel! Qué bien hilado el comentario sobre el tiempo de la película/novela con el tiempo de sus autores y, por si eso fuera poco, con nuestras propias percepciones culturales e históricas. Me he hecho fan de tus entradas en esta Revista de Cine :)

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